Si nuestra lengua y su conocimiento nos diferencia de otros países y hablantes, la literatura es la realidad y fantasía que podría contribuir a hacer del mundo un lugar maravilloso, es decir, es la práctica que convierte las diferencias en intereses que nos unen, que nos armonizan. Esta definición de literatura no es que sea la más ortodoxa, pero es tan real como la vida misma. La lectura nos libera, nos alimenta, nos hace mejores personas. Es reflexión, conocimiento de uno mismo y de los demás, es la autoestima y empatía al mismo tiempo. Es el viento que nos empuja a soñar con qué queremos ser: piratas, espadachines, donjuanes, caballeros valerosos, princesas encantadoras, rufianes, pícaros audaces, locos nublados por sus quimeras o personas de a pie, normales, reales, que sufren y se contentan con amores, dramas, comedias y situaciones tan reales que parece que uno mismo es el protagonista o quisiera serlo. Todo eso y mucho más es la literatura: historias y pensamientos, que, desde hace siglos, nos han dejado como testamento los intelectuales más ilustres de cada época; algo que no se puede definir en un párrafo o en una línea, es imposible. Lástima que la forma que actualmente existe para degustarla sea su obligado estudio memorístico y no la lectura de los relatos que más han fascinado y deleitado a los lectores de todos los tiempos. Ya sabéis que para mí la educación únicamente se basaría en leer y disfrutar de lo que se aprende en esos libros, que no es poco. Así despertaríais en vosotros la pasión de la lectura, un placer que quien dice que no lo valora es porque jamás ha leído y quien lo posee custodia el mayor tesoro que alguien pueda tener.

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